Más que suicidarse, como dicen los periódicos, Maximino Couto Durán se asesinó a sí mismo. Porque lejos de buscar un escape para sus frustraciones y desesperanzas, se castigó con la misma saña enloquecida con la que había matado a su compañera y con la que hubiese matado a su ex esposa en el supuesto de haberla encontrado. Y por eso tengo la convicción de que Maximino era un enfermo que se había metido en el centro de su propio odio, y al que nadie le diagnosticó algo distinto de una violencia irracional y sin explicaciones que solo puede convencer a los que creen que la violencia de género y el terrorismo son dos excepciones tardías al principio de causalidad y a las leyes infalibles de la lógica.

En el ambiente de inflexibilidad moral e intelectual que rige el tratamiento de los delitos sociales que están de moda, tuve la sensación -Dios me perdone- de que, detrás de muchas informaciones y comentarios que se hicieron sobre este caso, se percibía un tufo de satisfacción apenas disimulado, como si, ante un crimen tan deleznable, tuviese vigencia jurídica el repugnante principio de que «muerto el perro se acabó la rabia». Y por eso quiero decir con toda claridad que, más allá de los sentimientos personales que pueda producir o soportar la conciencia de cada uno, la muerte de Maximino, mientras estaba custodiado por el Estado, es un fracaso moral y una responsabilidad equivalente a la que todos tenemos -el Estado somos todos- por la muerte de su pareja.

Líbreme Dios de decir que en la muerte de Maximino hay culpables. Pero no por ello he de callar que en esta muerte hay responsables, y que si esas responsabilidades no se depuran estaremos enseñando un camino para la solución de estos asuntos que puede ser más repugnante que el problema mismo. Y que nadie me venga con monsergas. Porque a ningún Estado se le suicidan ni los condenados a muerte, ni los terroristas, ni los presos de Guantánamo, si el propio Estado no hace funcionar las alcantarillas. Y por eso no es de recibo que a un preso que tiene todas las características de ser un perturbado y un enfermo, se le creen condiciones psicológicas extremas sin ofrecerle la correlativa seguridad extrema de la que pende su vida.

Si el Estado no tiene un orden impecable, y un sentido de la responsabilidad y de la moralidad a prueba de cualquier circunstancia, tampoco puede imponer ese orden entre los ciudadanos -criminales, santos o gente corriente- que se acogen a su autoridad y a su derecho. Y por eso es necesario dejar constancia de que, en el autoasesinato de Maximino Couto, hemos fracasado con tanta contundencia y gravedad moral como en la muerte de su pareja. Porque si la ley no es así, no es ley.