En estos días vienen ganas de evocar a Arnold, el legendario molinero de Sans Souci, y gritar con él: “¡Todavía queda un juez en Berlín!”. En Roma, ese juez es la corte constitucional. Un tribunal que ha escrito una página luminosa en la historia del derecho italiano al hacer prevalecer las elevadas y nobles razones del constitucionalismo y de la democracia, las razones de la supralegalidad de la constitución republicana, sobre el asalto al estado de derecho y a la cultura jurídica italiana emprendido por la cólera berlusconiana.

El llamado “laudo Alfano” desbarataba el sistema de garantías constitucionales al introducir en él una serie de criterios de todo punto arbitrarios. Era, de hecho, una ley ad personam enmascarada que exceptuaba la aplicación de la legislación sustantiva al presidente del consejo en casos de ciertos delitos cometidos con anterioridad a la misma (para enmascarar, precisamente, su carácter de ley singular, incluía también a los presidentes de las dos cámaras del parlamento y al presidente de la República).

La constitucionalidad de la norma era indefendible, inadmisible, ajena a toda motivación racional. Estamos hablando de la última de una serie de leyes que, al derogar algunos delitos, al modificar su formulación literal, al reducir incluso las penas que comportaban o al modificar los términos de su prescripción, han favorecido desde 1994 al actual presidente del consejo. Pretender que un uso así de descarado del poder normativo para fines carentes de toda legalidad creíble pudiese resulta constitucional era y continúa siendo intolerable.

Si quería mantener su papel institucional, en realidad, la corte constitucional no tenía otra salida. El resultado es clarísimo. Se ha conseguido bloquear la devastación de nuestro ordenamiento. Se ha frenado la práctica de las leyes ad personam que tanto han degradado la democracia italiana. Se ha restaurado, en definitiva, un principio fundamental de la constitución republicana. Con esta sentencia, la desfiguración de unas las conquistas civilizatorias, no sólo jurídica sino también política y social que el constitucionalismo consiguió hace dos siglos, no podrá llevarse a término. El principio de igualdad ha quedado a salvo. Había sido vaciado de contenido y ahora vuelve a ser constitucionalmente inderogable. No puede ser restringido, ni limitado, a través de leyes ordinarias. No puede ser derogado sólo para satisfacer intereses personales, nada nobles, de un presidente del consejo o de cualquier otra persona.

Los argumentos esgrimidos por los defensores del “laudo” se han visto rebatidos y privados de sustento. Básicamente, se sirvieron ante la Corte de dos tipos de argumentos. El del interés apreciable [se refiere al supuesto interés de Estado que supone que el presidente del consejo sea juzgado al tiempo que ejerce su función institucional] y el de la posición que el presidente del consejo debería tener según la ley electoral en vigor. El primer argumento no se ha impuesto ni podía hacerlo. Pretendía que un interés, tan apreciable como se quiera, prevaleciera sobre un principio constitucional fundante como el de igualdad. La respuesta no podía dejar sombra de duda. Ha sido: no. ¿Quién podría esgrimir el derecho a ejercer la propia función con serenidad? ¿También quien hubiera sido imputado por haber cometido un delito contra la personalidad del estado, como el atentado con fines terroristas o de subversión (art. 280 C.P.), o contra la constitución del estado (art. 283 C.P.), o de usurpación del poder político (art. 287 C.P.), o contra los derechos políticos de los ciudadanos (art. 294 CP), o un delito contra la administración pública, del peculado a la malversación, del soborno a la corrupción? ¿No tendrían en ese caso derecho, las electoras y electores, a protegerse ante personas eventualmente culpables, o deberían resignarse a cargar con ellos sin más?

El segundo argumento era que el presidente del consejo es un “super pares” ya que con la nueva ley el elector solamente vota por el jefe de la lista ¿Cómo pretender, sin embargo, que la ley que prevé este esperpento prevalezca sobre las normas constitucionales referidas a la forma de gobierno (art. 92-96 de la Constitución) que el propio cuerpo electoral ha confirmado con el referéndum constitucional del 2006? Sostener una tesis así a partir del formato de la papeleta electoral es francamente denotativo de un escaso conocimiento del sistema de fuentes normativas, que es como decir de la base misma del derecho. Esta argumentación esgrimida por la defensa del presidente del consejo habría podido llevar a la Corte a auto-elevarse la cuestión de la constitucionalidad de la ley electoral, atestada, también, de disposiciones inconstitucionales.

El recurso a argumentos de esta índole en una sede tan importante produce indignación y desolación. Ni la Constitución republicana ni la Corte constitucional merecen abogados capaces de tan patrocinar distorsiones normativas tan vulgares. Podemos, sin embargo, hacer como si esta degradación no hubiera existido. Hemos podido constatar que la garantía jurisdiccional de la Constitución no es un sueño que corresponda mundo imaginario. La Corte está resistiendo victoriosamente los ataques. Ha demostrado ser un escudo infranqueable de la democracia constitucional. Apoyarla es un deber de todos.